Otoño

¡Qué maravillosa estación! A mí siempre me ha gustado ver cómo los árboles se desprenden de sus engalanados vestidos para pasar el invierno desnudos. Cómo todo se llena de colores marrones, amarillos y rojos. ¿Por qué no hacer una historia que esté ambientada en esta época del año? Aunque he de decir, que en el lugar donde me encuentro ahora mismo, no ha llegado y las hojas siguen verdes, el calor aún se deja notar y los pájaros no se han ido.

El otoño no es eterno. Quizá por eso me gusta, porque sólo tienes unas semanas para disfrutarlo. Sería triste vivir en un otoño sin fin, igual que pasaría con la existencia. Muchas veces me he planteado si realmente sería bueno vivir eternamente. Podrías hacer todo lo que quisieras, es verdad, pero yo me aburriría mucho. Y eso sin contar la pérdida de todo lo que amo. Por eso, la muerte no es tan mala al final. Obviamente asusta, pero sin un fin no habría un proceso.

Un abrazo y feliz fin de semana 😉


Cada día, decenas de personas deciden pasear por parques y jardines públicos. Algunos son grandísimos como un bosque, y otros muy pequeños, como del tamaño de un salón. En otoño la mayor parte de estos parques se tapizan de hojas secas que ofrecen al ciudadano una cómoda alfombra. Son el entretenimiento perfecto para animales y niños que juegan a lanzarlas por los aires, rodar por el suelo o enterrarse bajo montañas de color marrón rojizo. Si llueve, saltar en los charcos se convierte en la diversión por excelencia. Y ahí estaba Helena, fría y quieta, contemplando la felicidad que despertaba la llegada del otoño. No es porque guardase dentro de sí misma malas intenciones, al contrario, Helena era una estatua de mármol de estilo renacentista que representaba a Artemisa. Disfrutaba cuando las ardillas corrían por su vientre, los pájaros se posaban sobre sus hombros y la lluvia le lavaba el cuerpo. Helena era feliz como estatua.

Un día lluvioso de noviembre apenas había gente en el parque. Algún corredor abstraído en su ejercicio, una pareja que paseaba debajo del paraguas y una pequeña con impermeable rosa y botas de agua a juego, que saltaba por la acera bajo la atenta mirada de su madre. La niña estaba tan concentrada saltando de charco en charco, que apenas se dio cuenta de que llegó hasta la fuente. Las gotas de agua resbalaban por la capucha de plástico y sus enormes ojos marrones contemplaron la estatua empapada.

¿Por qué estás ahí quieta? ¿No tienes frío? — le preguntó.

Helena no sentía la temperatura de la misma manera, funcionaba más bien como una especie de lagarto.

¿No puedes hablar? Si tienes hambre, frío o te aburres tiene que ser triste no poder llamar a tu mamá o tu papá. Me llamo Carlota, ¿tú cómo te llamas?

Helena se sintió un poco extrañada. En tantos años de vida nadie había intentado hablar con ella porque todo el mundo pensaba que las estatuas no sentían ni tenían corazón. Ahora no sabía si podría comunicarse con Carlota porque tanto tiempo quieta le agarrotaba el cuerpo. Esforzándose, señaló con la mirada la placa que decía su nombre.

Fuen…te de la Dio…sa Ar… te… mi… sa. Con mo… tivo de la ina… ugur… ación del Par… que de Las Deli… cias en 1968. Artemisa…

Realmente, ella prefería llamarse Helena por su origen griego, aunque podríamos decir que tenía un nombre compuesto. La niña volvió a mirarla y la estatua se sintió realmente impotente, porque hubiera deseado poder moverse y jugar con la pequeña con las hojas y los charcos. Sentir la libertad por una vez. Pero no podía. Tendría que conformarse con mirar. Verla crecer, igual que a todos los demás, para después contemplar cómo Carlota se marchitaba y desaparecía mientras ella seguía en pie, lustrosa, pétrea. Era una escultura, pero las gotas de lluvia corrían por sus mejillas como lágrimas brotadas de sus ojos. Carlota se dio cuenta de la imperceptible mueca de tristeza de Helena y la consoló acariciándole el pie mientras le decía que no se preocupase, que ella iría a verla todos los días para que no estuviese sola.

Carlota, vámonos que se hace tarde, hay que ir a recoger a papá —dijo su madre, la cual se había cansado de esperar bajo el paraguas. Cogió de la mano a su hija y se la llevó.

La pequeña se volteó para despedirse con la mano de su nueva amiga mientras se marchaba con carita de preocupación. Helena la esperaría allí durante todos los días, entre los árboles frondosos, los pájaros, el agua cristalina y las flores.otoño_3


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