La abuela Silvina (6): Vivencias mágicas

¿Qué tal os ha parecido el relato Creepypasta? Era un experimento sobre la inmersión en la lectura, pero reproduciendo el formato de estas historias. No sé si os habrá despistado 😉

Y ya vamos por el sexto capítulo de La abuela Silvina. He de reconocer que ando un poco estancada con esta historia porque no sé muy bien cómo continuar… Así que ya iré pensando en algo. Por ahora, este capítulo llamará la atención de todos aquellos a los que les gusta la fantasía.

Si no habéis leído el capítulo anterior podéis leerlo aquí. Si queréis empezar desde el principio de la historia pinchad aquí.

¡Abrazos y nos leemos!


Tras descubrir que podía leer los libros de mi abuela, me empapé de conocimientos mágicos. Siempre que tenía un rato libre, iba a la buhardilla a coger nuevos libros y apuntes que tenía guardados en las cajas. Llamaba más a menudo a Guido y a Begoña para preguntarles dudas que me surgían. Así también ellos aprovechaban para cumplir su labor de maestros. Algunas tardes venían a buscarme con el Golf rojo para que practicara un poco. Durante los días que pasé con ellos descubrí toda una forma de vida diferente a la que yo conocía.

Uno de las veces que fui con ellos, Begoña me enseñó la huerta de su casa. Además de tener verduras y frutas de temporada, me explicó que también cultivaba plantas medicinales que luego se utilizaban para preparar tisanas y pócimas varias. Había muérdago, hierba de San Juan, manzanilla y pasiflora entre otras.

También visité la tienda de Guido, situada en Oviedo y que ahora regentaba su hijo mayor. Era como una especie de herbolario de barrio, bastante antiguo. Me enseñaron cómo funcionaba el negocio. Básicamente, vendían pociones para diversas dolencias que afectaban tanto a humanos como a seres mágicos. Aunque también dispensaban productos de parafarmacia y herboristería. Muchos de los que allí iban no pagaban con dinero, sino que ofrecían diversos objetos a cambio, que luego servían para hacer más pócimas. Me comentaron que en el mundo mágico estaba establecido el sistema de trueque desde hacía ya unos cuantos siglos. Me explicaron que no se cambió porque para las criaturas mágicas era más sencillo y todos se beneficiaban con este tipo de comercio.

Pero una de las vivencias que más me marcaron, fue lo que me pasó una noche cuando estaba leyendo junto a la cocina de la casa de Guido y se acercó Max. Traía una mochila en la mano y su cuaderno de biología mágica en la otra.

Voy a ir a estudiar a los duendes del hielo. ¿Quieres venir? —me preguntó.— Debes abrigarte bien. Sólo salen cuando la temperatura es inferior a los cero grados centígrados.

Acepté encantada. Desde que conocí a Aod no había tenido apenas la oportunidad de haberme cruzado con seres mágicos. En la tienda herbolario de Guido me crucé con algún gnomo y hada, pero resultó tan emocionante como coincidir con el vecino en la panadería.

Tras envolvernos en varias capas de ropa, salimos a la fría tarde. Ya el sol prácticamente había desaparecido. Máximo encendió una linterna de luz blanca. Me explicó que si llevaba una luz de color más cálido los duendes se asustarían.

Esta noche será perfecta para poder verlos. Andaremos hasta llegar al lago. Es su lugar preferido.

¿Has ido más veces a estudiar a los duendes del hielo?

Sí. El invierno pasado en Alemania. Me gustaría averiguar si los que viven aquí son diferentes. Por eso tengo que estudiarlos.

Caminamos juntos en silencio durante un rato. El lago estaba a unos dos kilómetros de la casa de los padres de Max y sólo se podía ir por senderos. Tampoco era peligroso. Todos los caminos estaban bien señalizados. Además, Máximo conocía todo aquello como la palma de su mano. Estoy segura de que si hubiese ido sin linterna, habría sabido perfectamente por dónde andaba. Era como ir con un Boy Scout.

El campo estaba en silencio. Sólo se podía escuchar el silbido del viento entre las ramas secas y nuestros pasos. Algún búho o lechuza ululaba cerca de donde estábamos. Máximo me señaló donde se encontraba el animal y pude ver los ojos relucientes del ave. Nunca había estado tan cerca de uno. Seguimos andando por el camino de tierra. Yo iba entusiasmada fijándome en todo, como una niña que va por una juguetería. Entonces Max empezó a andar lentamente. Con la mano me hizo un gesto para que yo también bajase el ritmo. Observé todo a mi alrededor, pero no encontré nada especial.

¿Qué pasa? —pregunté.

— Me ha parecido ver un duende.

Seguí con la mirada la dirección a la que apuntaba su dedo. Era una zarza, sin nada de especial. Poco a poco nos fuimos acercando.

¿Qué aspecto tienen?

Son como una pequeña esfera azul que flota por el aire. Mira, ahí está.

En esa ocasión lo vi. Era como un fragmento de glaciar que se movía grácil por el aire. Allá donde su cuerpecito se posaba dejaba un rastro de escarcha, como un caracol, pero este era mucho más bonito. Max se ilusionó porque eso era señal de que íbamos a encontrar más en el lago. Me dijo que siguiéramos adelante. Según nos íbamos acercando a nuestro destino, más duendes del hielo aparecían. Sin que Max me viera, cogí uno y lo guardé en la mano. Al principio noté frío, como cuando coges una bola de nieve. Pronto el guante quedó totalmente congelado. Me asusté porque no podía abrir la mano. Avisé a Max, para que me ayudase, pues ya empezaba a notar cómo se me helaba la piel. Rápidamente, sacó el móvil y con la luz amarillenta de la linterna alumbró mi guante. El duende dejó de enfriar por un momento. Con la mano libre pude abrir con mucho esfuerzo la otra congelada. El duendecillo salió volando.

Eso que has hecho es una temeridad. Podías haber perdido la mano.

Lo siento —dije mirando al suelo.

Max suspiró. Se incorporó y se arrascó la frente con el dorso de la mano.

No, tranquila. ¿Te sigue doliendo?

Un poco…

Máximo me cubrió la mano helada con las suyas para calentar el guante y poderlo sacar. Tras unos segundos, le dije que podría seguir por mi cuenta. Se quedó un poco extrañado al principio. Pero luego me soltó y se disculpó por si me había incomodado. Realmente no era eso. Le dediqué una sonrisa y reanudamos la marcha. Sé que no lo hizo con intención de tontear conmigo. Sólo que me consideraba lo suficiente independiente como para poder darme calor en la mano. Así que metí el guante debajo de la axila.

Por fin llegamos al lago. Era precioso. Había bolitas azules por todas partes: en la hojarasca, en las altas hierbas, en las ramas de los árboles… Por encima de la superficie del agua jugaban unas con otras, lo que provocaba que se formase una gruesa capa de hielo. Alrededor de ellas acechaban unos seres de pelo blanco, hocico alargado y grandes ojos negros. Esta especie de animales, se movían lentamente a cuatro patas y no sobrepasaban el metro de alto. Máximo me explicó que eran cazadores del frío, unos seres que necesitaban de bajas temperaturas para vivir y se alimentaban de los duendes.

Nos acercamos sigilosamente hasta situarnos a unos pocos metros de la orilla. Abrió su mochila y sacó una nevera pequeña llena de hielo, dos tarro de plástico y una red cazamariposas que me dio a mí. Abrió su cuaderno en la parte que tenía los apuntes de los duendes del hielo.

duende-del-hielo

Tenemos que coger dos, —dijo— uno para estudiar sus costumbres y otro para diseccionarlo.

Me llevé las manos a la boca mientras contuve un grito de horror. Max me miró soprendido, pero enseguida me explicó que no tenía por qué estar vivo. Con uno que acabase de morir podría valer.

Intentar coger un duendecillo era similar a pescar un diminuto pez en un gran acuario. Había que encontrarlos desprevenidos y con un movimiento rápido atraparlos. Por eso, me costó bastante hasta que pude coger con la red a uno que nos valiese. Lo introdujimos en uno de los tarros y lo guardamos en la nevera. Para conseguir el que usaríamos para la disección, sería más complicado.

Empezaba a hacer mucho frío. Como estábamos rodeados de duendes, pronto todas las hojas, ramas y piedrecitas estuvieron cubiertas de escarcha. Un cazador del frío vino a situarse a unos pocos metros de nosotros. De cerca parecían una especie de musaraña gigante de pelo largo, blanco y enmarañado. Max me dijo que tenían una visión pésima, y que se guiaban más por el frío que notaban a través de sus hocicos. Vi cómo olisqueaba el aire. Primero hacia la dirección en la que nos encontrábamos. Luego siguió moviendo la nariz hasta sentir un duende, el cual, devoró de un bocado. El cazador del frío siguió buscando pequeñas presas hasta que Max salió de nuestro escondite. El animal se asustó tanto que escupió a su presa para huir lejos de allí. Máximo se acercó y con unas pinzas cogió al duende muerto.

Creo que este servirá. No le ha dado tiempo a destrozarlo —dijo.

Lo guardó en el otro tarro y lo dejó en la nevera, junto al duende vivo. Con cuidado, volvió a guardar todo en la mochila.

Emprendimos el viaje de vuelta, esta vez con un paso más rápido para poder entrar en calor. Al llegar a la casa, Guido nos preparó un chocolate caliente, bien espeso, que nos tonificó en un momento. Como se había hecho tan tarde, y yo al día siguiente libraba, me habían preparado una cama para poder pasar la noche. Me despedí de la pareja de ancianos y de Max hasta el día siguiente.

Continuará…

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